viernes, 26 de abril de 2013

Ajuste de cuentas



Nunca había conocido a un homicida. Pensaba encontrar una mirada fría, unos gestos toscos, una estampa malévola y segura de si. Pero no. Hallé un rostro triste, unas pupilas mustias, un caminar suave, una pose desconfiada. ¿Cómo podía aquel hombre que hasta inspiraba cierta ternura, ser culpable de la muerte de otro?
Nunca había conocido a un homicida y el que estaba frente a mí parecía, contra prejuiciada lógica, más un alma buena que una malvada. ¿Era posible eso? No esperaba un “Hannibal Lecter”, pero sí algo de villanía, y en aquel cuerpo la oscuridad no había pactado con la naturaleza de los sentimientos, solo con las culpas.
Luego de mirarle a los ojos y asegurarle no declarar su identidad, hablamos. Él intentaba rehacer su vida. Ahora era un prisionero domiciliario (en la cárcel por dos años y medio, salido por buena conducta), consagrado al  taller mecánico particular, inquieto por la salud de su hijo diabético y preocupado por firmar puntualmente cada sábado en la oficina del jefe del sector, su rutina hasta cumplir el lustro al que fue condenado.